Durante mas de 18 años me he dedicado al noble arte de entretener, emocionar, sorprender o hacer reír al público desde lo alto de un escenario. He disfrutado cada minuto sobre las tablas, ensayando, ideando y volviendo a ensayar. A veces he conseguido alcanzar mis metas y otras me he quedado en el intento, pero jamas me he arrepentido de haber seguido esa vocación aunque fuese a costa de un gran esfuerzo pues debía compatibilizarlo con mi trabajo en la Administración Local.
Pero a pesar de mi ilusión y del vicio que supone enfrentarse a unos desconocidos que pagan por verte, rodeado de luces y de ese ambiente mágico que se produce cuando se apagan las luces de sala del patio de butacas del teatro, hay algo que en ninguna de mis actuaciones logré que desapareciera: el pánico de antes de la representación.
Desde el día anterior era un ir y venir al baño, atacado inmisericordemente por una diarrea nerviosa que era incapaz de controlar. Luego preparando la obra y hasta el mismo momento de tener que salir a escena, no hacía mas que repetirme las mismas frases machaconamente: ¿pero quién me manda a mi meterme en estos berenjenales? ¿se puede saber que diablos estoy haciendo? ¿que necesidad tengo yo de sufrir este estado de nervios?
Y realmente eso es lo único que padecía: nervios. Unos nervios con mayúscula, que no sabía de donde salían pero que aparecían irremediablemente ante cada nuevo compromiso con el público. Mi mujer no quería acompañarme porque decía que me ponía insoportable y mis técnicos, ya sobre aviso tras algunos sustos, tenían claro que no se me podía hablar.
Singularmente, toda esta excitación y estado de ansiedad desaparecía en el mismo momento en que ponía un pie sobre las tablas. El mundo se serenaba milagrosamente y todo cobraba sentido. Estaba allí por decisión propia y porque era lo que deseaba y me hacia feliz y quería compartirlo con todas aquellas personas que, en silencio al principio y cada mas participativas a medida que el espectáculo avanzaba, aguardaban a ver lo que yo quería contarles. Por cierto, SI, el de la foto soy yo en una actuación en Granada.
Cuento todo esto porque tiene mucho que ver con lo que me ha ocurrido desde el lunes 31 de marzo de este año 2014.
Había llegado el momento de comprar el barco. Tenía el dinero preparado y la cita era para el día 1 de abril a las once de la mañana. Y sin esperarlo ni preverlo, apareció el miedo. Un irracional miedo como el previo a la representación. Una terrible inseguridad en mi mismo, en mi pareja, en mi preparación o mi capacidad de poder soportar económicamente su mantenimiento. Dudaba de todo. Temía todo. Volvió la vieja descomposición y no encontraba la alegría que se supone que debería sentir al alcanzar un sueño tan largamente mantenido. Hasta el mismo momento en que me subía a la Vespa para dirigirme al puerto donde está amarrado el barco, la idea de renunciar a la compra, aún perdiendo la señal que tenía dada, repiqueteaba en mis pensamientos hasta hacerse dolorosa.
Hablé de ello con María. Ella no entendía nada: si yo, el que siempre había mantenido viva la esperanza de llegar a navegar en nuestro propio barco, no estaba seguro, ¿como quería que ella lo estuviera? Yo pedía ayuda para superar la situación pero la ayuda no llegaba.
Lo que si conseguí es llegar al puerto, subir al barco y al sentarme con los contratos de compraventa sobre la mesa del que se iba a convertir en mi velero...volvió a suceder la Magia. Todo cobró sentido. Ni dudas ni desconfianza. Ni miedos ni inseguridad. Eso era por lo que había luchado toda mi vida y ahora, en ese mismo momento, lo esta consiguiendo. Reapareció la sonrisa, el ánimo y la fuerza necesaria para afrontar cualquier contratiempo del tipo que fuese. Y firmé. Y pagué sin dolor alguno. Y me convertí en dueño de un viejo barco de 27 pies que está pidiendo a gritos, tanto como yo, navegar y que lo atiendan con cariño sin pedirle mas de lo que es pero sin dejar que de menos de lo que puede.
Desde entonces no se me ha quitado la sonrisa de la boca. Que sea por muchos años.
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