El viaje de Cáceres a Guadalupe ha merecido la pena. El navegador GPS, Tom Tom por más señas, que ya debe ir conociéndome, ha seleccionado una ruta alejada de cualquier autovía.
Nada mas salir de Cáceres en dirección sudeste, los llanos vuelven a dominar el paisaje. Extensos páramos donde el ocre predomina sobre cualquier otro color, eso si, pespunteado por el eterno verde de las encinas. El cielo, cubierto en su totalidad, presta el contraste de gris a conjunto. La carretera es bastante lineal en esta zona permitiendo una velocidad alta hasta que, a unos cuarenta y tantos kilómetros de Cáceres, se desvía hacia Trujillo y cruza por el centro de la ciudad.
Vista desde lejos, Trujillo aparece asentada sobre un cerro y protegida por una poderosa muralla. Las torres de las iglesias o mansiones asoman por encima de las almenas ofreciendo al viajero la imagen de un burgo medieval que no hubiese evolucionado en más de seis siglos. La hemos atravesado sin detenernos, el tiempo impone su ritmo, pero no si anotar en la agenda de la memoria una cita: volver a visitar Trujillo.
A partir de este momento la carretera cambia su decoración. Comienza a trazar vueltas adaptándose a una orografía cada vez mas abrupta. El verde, que en estas fechas de incipiente otoño, ya se va tiñendo con trazos de cremas y amarillos, tapiza montes, valles y peñas. Las águilas trazan insospechadas fronteras delimitando su territorio. Ríos y riachuelos, secos en muchos casos y ocultos a la vista por una vegetación exuberante, cortan una y otra vez la carretera obligando a los ingenieros a sortearlas con continuos puentes y viaductos. De improviso, cuando la ruta se hace más retorcida y frondosa, además de empinada, nos topamos con la inmensa mole del monasterio de Guadalupe.
Mole quizá sea un adjetivo algo excesivo. Indica pesadez, falta de gracia y no es ese el caso. Pero inmenso lo es, sin duda. Cuenta la leyenda que un campesino extravió una vaca y anduvo buscándola durante tres días hasta que, al fin, la halló muerta. Cuando iba a desollarla tras hacer la señal de la cruz, se le apareció la Virgen. La Virgen pidió al campesino que regresara a Cáceres para decirle a los canónigos que debían cavar en ese lugar porque una imagen suya estaba enterrada en ese lugar y para demostrar la fuerza de su poder, volvió la vaca a la vida.
Supongo que estas cosas debían de pasar antaño muy a menudo, porque ahora, nuestra cínica y descreída civilización no es la más idónea para propiciar el contacto con la divinidad. Y así nos va. Si hiciésemos lo que aquel campesino que, obediente, cumplió escrupulosamente con lo solicitado por la Virgen, otro gallo nos cantara.
Aquel hombre volvió con los requeridos canónigos de Cáceres. Cavaron la tierra en el lugar señalado y ¡Oh milagro! encontraron la talla: Una Virgen negra de unos cincuenta o sesenta centímetros de altura que los teólogos achacaron a las manos artesanas de, nada más y nada menos, el mismísimo San Lucas. Si, ese que escribió el evangelio según el mismo y que, no contento con ello, decidió retratar a la Madre de Dios en una negra madera.
El campesino, probablemente con una visión de futuro digna del mejor vidente, confesó a los eclesiásticos que la Virgen le había pedido que no se la moviera de ese sitio y ellos, cumplidores como el que más, levantaron allí mismo una pequeña ermita, poco mas de una choza hecha de barro y palos.
Pero la Santísima parece que estaba por promocionar el lugar y se hartaba de obrar prodigios. Resucitaciones y sanaciones milagrosas, que es de lo que más vende a ojos de los mortales, estaban a la orden del día. Pero el golpe de gracia lo dio el rey Alfonso XI.
Este monarca se enfrentaba a una difícil papeleta: Debía entablar mortal batalla con un monumental ejercito moro de más de doscientos mil guerreros teniendo para enfrentarlos apenas veinticinco mil entre infantes y caballería. En esa tesitura vino a pensar que a grandes males, grandes remedios y se vino a Guadalupe a establecer una alianza con su Virgen negra. Lo curioso es que, según la historia, la cosa funcionó bastante bien porque la victoria de Alfonso XI en la batalla de río Salado fue absoluta. Los muertos del ejército contrario se contaban por miles en tanto que en el suyo solo contabilizaron 24 bajas. Eso solo podía explicarse por la maravillosa intervención del favor divino y, en agradecimiento, convirtió lo que no era más que una chabolita en un monasterio que abarca más de veinticuatro mil metros cuadrados y que, además de exhibir una preciosa arquitectura barroca, alberga en su interior tesoros de incalculable valor.
En una siguiente entrada ya comentaré mas en detalle la visita al monasterio pues no quiero alargar mas este. He leído en el manual del buen blogero que uno no se debe extender mas de lo debido.
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