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martes, 19 de octubre de 2010

Mérida

El sonido de la televisión choca con los ecos que resuenan por esta ciudad desde su construcción mucho antes del nacimiento de Cristo. Todo a nuestro alrededor evoca el Imperio Romano, Los nombres de las calles, las guías y carteles informativos que dirigen nuestros pasos hacia destinos prefijados: Anfiteatro, Teatro, Circo, Museo de Arte Romano, Temlo de Diana o de Marte, los Foros. Hay homenajes a arqueólogos o investigadores que han tenido algo que ver, unos mas que otros, con la puesta en valor, restauración o descubrimiento del ingente pasado que duerme a pocos metros del asfalto sobre el que transitan vehículos y peatones.

Un primer paseo por sus calles nos deja una impresión de pueblo que, de tanto vivir del pasado, ha olvidado mirar al presente. Tiendas que huelen a establecimientos de hace 30 años. Viejas fachadas revestidas con cerámicas que anuncian comercios de cristaleria, muebles o vinos. Edificios con hermosas fachadas cubiertas con el polvo del abandono. Sin embargo, aquí y allá, la modernidad asoma su nariz en forma de esas franquicias que logran la uniformidad y despersonalización de cualquier entorno en el que se ubiquen.

Si se indaga un poco, enseguida repararemos en que la estructura de la ciudad se asienta sobre las mismas bases que ya diseñaron los urbanistas romanos. La calle de Santa Eulalia corre sobre los restos de la que fue calle principal de la Mérida romana: La Decumanus, de la que aún puede verse un tramo gracias a una construcción moderna que ha incorporado en su estructura trozos de muros de lo que, antaño, pudieran ser talleres artesanos y un resto de calzada.

Cada vez que me topo con la cultura latina es imposible que no recurra al tópico: seguimos mamando de lo que otros idearon hace mas de dos mil años. Urbanismo, sistema judicial, conducción de aguas, los paralelismos saltan a la vista. Sobre todo en ciudades como esta en la que la impronta romana se respira a cada paso. A veces ese asentamiento resulta patético. Como en el caso del Templo de Marte, llamado así de forma un tanto presuntuosa, ya que, en realidad, no es mas que una capillita (hornito, le llaman aquí) consagrado a Santa Eulalia, en la que se usaron para su construcción restos del antiguo Templo.

¡Que lástima! Hermosas columnas de marmol bellamente labradas conviven con otras del siglo XVII, toscas a su lado. Los elementos reconstruidos son vomitivos y el conjunto un tanto lamentable. También se percibe algo parecido cuando se visita el museo, nombre que a mi juicio le viene un tanto grande, de Arte Visigótico. Son piezas extraidas de fachadas, edificios o monumentos visigodos y que se usaron para la construcción de casas señoriales de los nobles de siglos posteriores.

Al pasar por el Arco de trajano, que no construyó este afamado emperador de origen hispano, escuché como un padre explicaba a su hijo que los orificios que se aprecian en los inmensos bloques de granito con los que está construido tienen su origen en el recubrimiento de placas de marmol que embellecía todo el conjunto a lo que el niño contesto: ¿y el marmol donde está? Esa forma tan práctica de pensar parece que viene a destapar esa práctica tan usada por todas las civilizaciones: Destruyo lo antiguo y uso sus componentes para edificar lo propio. ¿Aprenderemos alguna vez a conservar en vez de destruir? O, mejor aún. ¿Entenderemos alguna vez que conservar nos permite aprender a no caer en los mismos errores que otros cometieron?

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