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domingo, 27 de septiembre de 2015

De Riveira (Coruña) a Sines (Portugal) (4)

Tras la noche de descanso en Viana do Castelo, nos habíamos planteado navegar el domingo hasta el pueblo de Aveiro. La salida del puerto de Viana estaba condicionada por la hora ya que hasta las ocho no había marinero para abrir el puente. Tras preparar el desayuno y alimentarnos, después del aseo, estuvimos esperando la apertura viendo como algunas lanchas o motoras entraban en el puerto pero derrapando: la fuerza de la corriente hacía que las barcas entrasen de costado para contrarrestar esa energía natural. 





Mas o menos a la hora prevista salimos al río e iniciamos nuestro segundo día de navegación. Desde el cauce del Lima no podíamos decir lo que nos encontraríamos fuera, pero en el momento en que cruzamos las boyas que marcan la boca del río supimos que, otro día mas, íbamos a estar envueltos en niebla. Incluso más cerrada que la de ayer. Enseguida nos preparamos con vestuario adecuado además de asumir mentalmente ese esfuerzo. Nos lo tomamos con sentido del humor haciendo bromas de que era el siguiente nivel en el curso que yo estaba haciendo para sacar el título de patrón de niebla.
Pero la niebla era bastante mas densa que la vivida el día anterior y eso nos obligaba a mantener un esfuerzo de atención y concentración del alto nivel, si tenemos en cuenta, además, que tampoco llevábamos radar. Susana no paró de hacer sonar la bocina desde el minuto uno hasta el momento en que Pepón le dejó la rueda y yo la sustituí como emisor de bocinazos haciendo saber a los posibles navegantes que andábamos por ahí. Lo cierto es que no tuvimos en casi toda la mañana incidente alguno. Sombras que de lejos aparecían y se desvanecían como por arte de magia, incluida una estructura inmensa con un gigantesco molino  de viento en todo lo alto y que no supimos identificar que diablos era, es todo lo que recuerdo de aquel tramo del viaje.


Pero sobre las dos de la tarde, mas o menos porque lo cierto es que no miraba el reloj casi nunca, los barcos empezaron a abundar con una novedad: cuando aparecían lo hacían mas cerca. En alguna ocasión variamos algo nuestro rumbo solo por precaución hasta verificar que el suyo no nos generaría problema alguno. Cuando en medio de esta autovía de mercantes nos surgió uno en claro rumbo aparente de colisión, Susana optó por hacer una virada con todas las de la ley hasta que se dio cuenta de que el barco estaba fondeado y pudimos volver a aproarnos a nuestro destino. Pero la niebla no nos daba respiro y Susana me preguntó que qué me parecía si hablábamos con Pepón, dormido en ese momento, para comentar con él la posibilidad de no seguir esforzándonos y entrar en Oporto, que nos quedaba muy cerquita aunque ya lo habíamos dejado atrás. Yo estaba de acuerdo y el Capitán lo aprobó, así que viramos rumbo este-noreste y enfilamos a la desembocadura del Duero.
La entrada en ese estuario era cómoda aunque, una vez mas, comprobamos la inmensa fuerza de la corriente que nos hacía navegar a todos pendientes de cualquier incidencia. Lo que si que me sorprendió fue que casi inmediatamente de entrar en el río buscando el puerto deportivo, relativamente alejado de de la bocana, el cielo cambió de color dejando atrás una inmensa pared de bruma que no llegaba a entrar el el Duero. Un hermoso azul con temperatura de lo mas agradable nos recibió junto con una lancha del puerto que nos dirigió hasta nuestro punto de amarre. De nuevo la atención del personal se hacía notar ademas de ayudar sin parangón posible.


No quisiera pecar de pesado pero debo decir, una vez mas, que las instalaciones del puerto deportivo eran fantásticas, cosa que, además, deberé repetir refiriéndome a cada uno de los puertos portugueses que tocamos, así que valga esta mención como extensible al resto de nuestros destinos con objeto de no resultar demasiado reiterativo.
Como en Viana, en cuanto dejamos la documentación arreglada y el barco debidamente recogido y preparado para la noche, planteamos salir a dar una vuelta. Aquí también Paco adujo cansancio y se quedó a bordo. Realmente el paseo no fue por la ciudad ya que esta quedaba realmente lejos como para acercarnos andando, aunque comenté a mis compañeros la perdida que significaba porque fue una de las paradas que mas me gustó en el viaje que hace años disfruté con mi mujer e hijos. Nuestro paseo fue por la zona puramente pesquera. Calles donde la fachada de las casas parecían murales de cerámica, todas recubiertas de alicatado con dibujos y decoraciones diferentes pero con ese aire de unidad que confiere un mismo sistema de acabado. Fuimos pasando por restaurantes con un sabor de autenticidad que nos hacían pararnos para mirar su carta aunque no pensábamos entrar en ese momento ya que primero nos apetecía el paseo recorriendo la orilla del Duero portugués.


Estuvimos andando hasta llegar a ese puente que se divisa al fondo de le fotografía anterior. Acompañados de una charla relajada y sobre temas variados entre los que se repetían, como no, los náuticos, desentumecimos las piernas incluidas las de Pepón que, siempre con su bastón, disfruta de un paseo como el que mas. Nos llamó la atención la cantidad de pescadores que a esas horas ya nocturnas había a lo largo de toda la rivera. 


Alcanzar el puente supuso como el aviso de la hora de cenar. Eso si valorando casi de forma artística las vistas que el espacio y la construcción nos regalaban.


El regreso lo hicimos valorando los locales que habíamos ido estudiando a la ida. La palma se la llevó uno con nombre idóneo: la casa del pescador. Nos sentamos en la calle, unas pocas mesas estaban colocadas en lo alto de la acera, desfrutando de la suave temperatura y permitiendo que mis compañeros fumasen libremente. Nos pedimos un arroz con marisco para dos personas ademas de las típicas entradas que suelen poner en los restaurantes de Portugal. Con respecto a esto tengo que decir que lo habitual son pates, mantequillas o quesos pero en la casa del pescador nos sorprendieron: percebes, quisquillas, mejillones con vinagreta y bacalao rebozado, todo exquisito, nos dejaron casi pensando que podíamos habernos ahorrado el arroz. Error garrafal porque cuando llegó la olla con el guiso, este sobrepasó cualquier idea. Lo primero fue que el arroz casi no se apercibía de la cantidad de marisco que llevaba: cigalas, gambones, mejillones, cangrejos, y no se cuantos otros mas frutos marinos. Lo segundo fue que el arroz estaba justo en el punto que a mi me encanta (y soy arrozmaniático) amén de tener un sabor que me dejaba la boca plena de sensaciones a cual mas rica. Lo tercero fue la cantidad; he comentado que habíamos solicitado comida para dos, sin embargo Pepón pudo tomar seis platos (que yo contase) yo llegue hasta tres y Susana llenó su plato una sola vez pero pudo ir rebañando marisco mientras regábamos esas cantidades con vino de Ribeiro que nos supo a gloria. Fue la cena por excelencia del viaje. 
A la mañana siguiente salimos a comprar pan y tomar un café en alguno de los bares relativamente cercanos. Al ir hacia allá nos encontramos con algo que nos puso a pensar para que serviría


Jugamos con ideas como propuesta de tipo artístico, instalación para recordar como se secaban o ahumaban antiguamente los pescados, zona de juego para los niños. Pero no dábamos con la tecla hasta que ya a la vuelta y con el estomago relajado con un desayuno como mandan los cánones, la realidad nos enseñó su utilidad. Primero vimos en una nave acristalada ahora abierta, antes habíamos pasado por ella hallándola cerrada y vacía, a las usuarias de toda esa instalación ejerciendo su actividad que era la causa de necesitarla


Y gracias a la imagen siguiente pudimos dar sentido a lo que tanto nos había comido el coco intentando hallar su uso



Y con esta divertida experiencia nos dispusimos a zarpar en esta ocasión hacia Figueira da Foz. El haber decidido parar en Oporto había cambiado nuestro programa pero no la idea de hacer diariamente unas sesenta millas, mas o menos. La mañana se presentó brumosa pero a no tardar demasiado clareó dejando un día precioso de navegación. Llegando la hora de la comida sacamos un melón que habíamos comprado en el viaje en coche hasta Galicia y compartimos una sana alimentación. El viento también hizo acto de presencia con lo que izamos velas contentos de dejar de escuchar el sonido del motor por un  tiempo. Seguíamos turnándonos en  el gobierno del barco entre Pepón, susana y yo. La tarde hasta alcanzar Figueira fue hermosa y muy tranquila aunque el viento, ahora ya claramente del norte, iba ganando en fuerza cuando alcanzamos la bocana de la desembocadura (una vez mas) del Río Mondego. Arriamos velamen alcanzando la entrada con la circunstancia añadida de que Susana escuchó un ruido que indicaba que algo había caído desde la zona del palo o pinzote de la botavara o desde la vela. Al entrar en la corriente, con viento interesante y las velas arriadas dejamos su análisis hasta encontrarnos amarrados.




Debíamos parar primero en el muelle de espera mientras se cumplimentaba todo el papeleo. Mientras Paco se dedicaba a esos menesteres llegó un navegante solitario, bajo bandera francesa, al que susana y yo corrimos a ayudar en su amarre provisional. Muy agradecido quedó el amigo con el que luego mantuvimos algunas charlas de contacto. Una vez arreglada la burocracia nos dirigimos al puesto de amarre que Paco nos dijo que era el que nos habían asignado. Estábamos prácticamente ya sujetos a las cornamusas cuando vimos llegar una lancha de la policía de aduanas. Con muy buenos modales nos dijeron que ese amarre era el suyo. Tras unas risas y petición de disculpas lo abandonamos y nos situamos en el de al lado. Un error lo tiene cualquiera. 
Estudiando qué podía haber causado ese ruido que escuchamos nos dimos cuenta de que había un trozo metálico sobre la cubierta entre los cabos al pie del palo. Pronto se descubrió su origen. era parte del pinzote de la botavara que se había roto (o estaba ya roto y había caído definitivamente). Dejaba en débil situación la seguridad y solidez de la mayor. Lo que hizo que se decidiera no volver a subir esa vela. 
Como siempre planteamos la salida y, en esta ocasión, fuimos los cuatro aunque tuvimos problemas para salir de los pantalanes. La puerta no funcionaba. Allí pasamos un buen rato intentando contactar con el marinero y como no lo lográbamos, Pepón lo intentó con una navajita que yo llevaba y lo consiguió. 
Figuiera es un pueblo turístico, comercios, restaurantes, bares, locales o servicios tenían un claro aroma de atención al turista. Hasta un casino con grandes neones nos encontramos. Para la cena elegimos un local que tenía su comedor en un primer piso y que nos ofreció una comida casera satisfactoria. Así finalizó ese lunes último día de agosto. Aunque no el relato del viaje, que continuará. 

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