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martes, 7 de mayo de 2013

Primera noche

Tic.....tictictic....tac.....tactictac.....toc.....El ruidito arrítmico me despierta de un sueño profundo. Mantengo los ojos cerrados mientras me concentro en identificar el origen del sonido.
Toc...tititit....tac...tac....tictic...toc. Pareciera que decenas de minúsculas patitas de animales anduviesen taconeando sobre el techo que me cubre. De repente tomo conciencia del lugar en el que estoy tumbado: la litera de popa del barco donde hemos dormido. He caído tan profundamente en el reino de Morfeo que al salir de el me he desubicado momentáneamente. Saber donde estoy me ayuda a identificar el origen del sonido que envuelve el barco: está lloviendo. Las gotas al caer sobre las distintas partes de la cubierta producen esa polirritmia que me ha desvelado. 
Juego con la lluvia a descubrir por el sonido que gotas golpean en el palo, la cubierta, la madera de la bañera, las escotillas o la vela mayor plegada sobre la botavara. Otros sonidos se suman a la orquesta completando la espontanea sinfonía: el movimiento de estays y obenques. El suave golpeteo de las drizas contra el palo. El crujir de la amarras. Disfruto el instante intensamente. Es curioso. No es la primera vez que duermo en el camarote de un velero pero hoy hay algo que  lo hace diferente. 
Repaso mentalmente los acontecimientos buscando hallar lo que de singular tiene este amanecer. Hemos zarpado desde Benalmádena y tras navegar varias horas hemos amarrado en el puerto de la Caleta de Vélez. Luego el resto de la tripulación se han marchado a sus casas para pasar la noche y nos hemos quedado, mi mujer y yo, a dormir.
¡Eso es. Como he podido no darme cuenta!
Es la primera noche que pasamos solos a bordo de un barco. 
Me incorporo con cuidado para no despertarla. El día es gris y frío. El agua nos rodea por arriba y por abajo. Los platos sucios de la cena están apilados en un cubo. Tengo la tentación de ponerme el traje de agua y saltar al pantalán para lavarlos en la torre donde estamos conectados al suministro eléctrico y el agua, pero la resisto con prudencia y opto por lavar todo en el fregadero. Algo incómodo pero mucho menos que si lo hiciera bajo el chaparrón de agua que nos está cayendo encima. 
Me doy cuenta de que paladeo cada acción. Es como si pudiera verme desde fuera, un poco a cámara lenta, y fuese capaz de disfrutar de la situación con plenitud. Acciones rutinarias, cotidianas, que, por el hecho de realizarse en un medio diferente, pudieran tomar una dimensión distinta. 
María se remueve en su saco. Está despertando justo cuando he acabado de recoger todo el salón. Solo con mirarla a la cara se que no ha sido una buena noche. La invito a salir del barco para ir a desayunar a un bar cercano. Poco a poco la conversación me confirma lo que ya sospechaba: Ha pasado frío pero tampoco podía poner el pequeño calefactor que tenemos porque el ruido tampoco la dejaba conciliar el sueño. No termina de estar cómoda. Sin embargo el desayuno la sienta bien. Seguimos charlando mientras esperamos al resto de la tripulación. No es nuestro barco. No es nuestra organización. No responde a nuestras necesidades. Y de esa conversación nace otra lección.
No se la eslora que llegará a tener nuestro barco. Yo lo sueño de unos 35 pies. Pero sea la que sea, debe ser capaz de aislarnos del frío. Fundamental si quiero que mi mujer continúe decidida a acompañarme y llegue a amar esta vida que aspiro sea la nuestra los próximos años. 


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